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| Una tarde en San Juan |
Sentado en la orilla del mar, en esta noche tranquila, medito en lo que
aquí ocurrió hace apenas unos meses. Sus ojos, que me miraban fijamente, y su
sonrisa obnubilante revestían la noche de calma. Tomó una pequeña rama que
encontró en el piso y justo aquí, en la orilla, donde el mar besa la tierra,
donde los poetas sueñan con tierras lejanas, aquí, escribió nuestros nombres.
Saqué mi cámara y me adueñé del momento en una fotografía de su encorvada
anatomía mientras hacía los ademanes propios de la escritura. Todo me parecía
divino, blanco, puro; un momento de total y completa calma y felicidad. Al
guardar la cámara corrí tras de ella y con un fuerte abrazo la levanté del
suelo; mis pies rozados por la sal, los suyos acariciados por la suave brisa
playera y nuestros nombres escritos en la arena. ¿Quién habría de pensar en tormenta alguna que
arremetiera contra estas costas?
El mar seguía su vaivén, mojando mis pies, la luna bañando mi cuerpo y
el horizonte en calma, mientras yo meditaba en la temporalidad de la vida y en
la paradoja que se crea al escribir en la arena lo que se piensa eterno. La
misma arena que tiende a rellenar sus huecos, la misma arena que el agua moja para
arrastrar todo cuanto encuentre sobre ella. ¿Por qué escribir nuestros nombres
en la arena? ¿Por qué profesar amor sobre un lienzo pasajero? La eternidad que
el ser humano anhela y la fugacidad presentada por la naturaleza. Dos fuerzas
encontradas, dos fuerzas inquebrantables, pero que al final le dejan ver la
realidad a quien la padece: nada es eterno, ni siquiera lo escrito.
Hoy me siento en la misma orilla donde solía reír y soñar como joven
poeta en búsqueda de aventura, me siento con la luna como compañera, me siento
a esperar por ella; pues sé que algún día ha de regresar, como el mar va y
viene, besando la orilla, volviendo a la profundidad. Y espero, como espera un
poeta la respuesta a su botella lanzada al mar, como esperan los amantes que lo
escrito en la arena no se borre jamás, como esperan los niños en la noche de
paz, así espero, con la esperanza quebrada, pero con la idea pegada. Con el
último beso de la espuma me levanto, arrastrando los pies sobre la arena que
alguna vez fue testigo de su presencia, y a lo lejos los veo, escribiendo sus
nombres con una varita en la arena, sin saber que la varita es un instrumento y
a la arena se la lleva el viento.

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