domingo, 15 de diciembre de 2013

El andén número doce




Era el andén número doce, el año no lo recuerdo muy bien, comenzaba el brusco movimiento ondulante provocado por las ruedas del tren que comenzaba a moverse, a alejarse de ese estado estancado putrefacto en el que había estado oxidándose. En esos primeros segundos de la partida no cesaba de recordarla con su cabello negro asido a un lado, con esa mirada tranquila observando al punto fijo del salón de baile en el que nos encontramos.

Recordé su poesía, recordé sus cuentos y sus rostros, observándome desde el papel en el que los plasmó con esa tinta roja distintiva. Con el tren se alejaba mi esperanza de algún día permanecer entre sus papeles levemente amarillos, tiznados con el color del tiempo. Atrás quedaba el andén número doce, atrás quedaban mis sueños de joven libre, por las calles de Buenos Aires. Atrás quedaba mi pequeña niña de los cabellos negros.

Pero no podía dejar de quererla, no podía dejar de pensarla. Buscaba escribir, lograr lo que ella lograba en esos papeles marchitos por el tiempo. Buscaba alguna imagen que pudiera plasmar en palabras, una imagen de esas que ella plasmaba tanto en la tinta de un lápiz de cera como en la tinta que dejaba la maquinilla dura, oscura, oxidada que se encontraba en el sótano de la casa de sus padres. Quería comprenderla, quería quedarme en sus palabras, como ella se mantiene en las mías.

Y el tren avanzaba, se movía hacia la boca del dragón que me consumía todas las noches. Ese dragón de los ojos rojos que me observa desde la ventana con sus grandes y afilados colmillos de lanza, buscando traspasar mis entrañas y beber mi ser. El dragón que ella me había lanzado, ese dragón que no me permitía dormir, pues estaba presente en cada latido de mi corazón, en cada nervio que se activaba en el momento en que la recordaba.

Se movía lentamente dejando atrás el recuerdo, dejando atrás a la niña del pelo negro. La misma niña que prefirió seguir su cuerpo a seguir su intelecto. La misma niña que ya no era niña, pues desde aquella noche fue mujer. Mujer en las palabras, mujer en las letras, mujer… mujer pues estuvo detrás de mis secretos más íntimos. Del plagio que me consume, de la incapacidad al escribir de manera tan íntima como ella lo lograba.

Y con el movimiento me adentraba cada vez más en el camino del dragón. Ella quedaba en el andén número doce habiendo encontrado amor, habiendo encontrado la manera de que sus palabras brotaran libres, brotaran junto a sus dibujos de manera irreflexiva y abriendo una cornucopia de sabores, textos y texturas. Quedaba ella con lo que atrás debía dejar, pero se mantenía, se mantenía porque mis letras no la dejaban ir, porque ellas querían que permaneciera ahí para que fueran lo único que impidiera que cayera por el esófago de aquel dragón que ella había lanzado a mi camino.

Era el andén número doce, después de recorrer, después de esperar encontrármela, nunca llegó. Quería verla una última vez, saber que la bestia no estaría esperando por mí al final del camino. Imaginar que no sería capaz de tal sacrificio. Pero no estuvo, el tren se alejó y atrás quedó Buenos Aires. Llegué a mi destino que no era lo mismo, me sentía solo y vacío.

A los pocos días recibí una carta, en el mismo papel amarillo en el que ella escribía. Sentí a la bestia posarse a mis espaldas. Abrí la carta con el aliento putrefacto del dragón insertándose por cada uno de mis poros. Leí sus letras y al voltear el rostro… vi la negrura de sus cabellos y el miedo inminente de saberme devorado por la bestia del olvido. Al final… todo cesó de existir.

El movimiento ondulante del tren y el sonido de la poderosa maquinaria que le hacía adelantarse en el camino hicieron que mis ojos se separaran. A lo lejos veía mi destino, Buenos Aires, que me esperaba con sus brazos extendidos y toda una vida por delante. Saqué la libreta y comencé a hacer garabatos de letras y rostros, de quienes fuera que pudiera observar. Al cabo de unas horas el tren se detuvo.

Había llegado al andén número doce en Buenos Aires, el año no lo recuerdo bien, mi traje gris impecable me hacía sentir importante al llegar a una nueva ciudad. Entonces la vi, su cabello negro asido a un lado y su traje de color carmesí. Me miró de reojo y él la tomó del brazo, yo solo decidí seguir, algún día la tendría cerca de mí, después de todo, mucho tiempo quedaba para encontrármela. Después de todo la bestia del olvido me había hecho dejar atrás el rincón y comenzaba un nuevo rumbo.


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