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Todos con sus audífonos puestos, ensimismados en su
mundo y yo observo. Observo al mundo que pasa frente a mí, como pasa en
tránsito el tiempo, metido entre las letras de mi libreta; metido en eso que me
apasiona. Suben y bajan la escalera, y por unos segundos nuestras miradas se
funden en un reconocimiento de lo etéreo. No nos conocemos, no sabíamos de
nuestra mutua existencia, pero aquí estamos, mirándonos fijamente, observando
cada milímetro de nuestra anatomía antes de voltear el rostro a nuestro interior
y a la vuelta de la escalera desaparecer.
Y fue cuando subió ella, cada paso que daba la hacía
parecer más que una diosa. La luz de neón reflejándose en su rostro hacía que
pareciera nívea y la suave brisa que subió entre los agujeros de la pared, hacía
mecer sus cabellos como olas en el mar. Era una visión divina subiendo esas
escaleras frente a mí. Sus manos dentro de su abrigo, tan blanco como parecía
su rostro debido al resplandor de la luz de neón, su bulto color negro con
puntos rosas contrastaba con la blancura de su rostro y su abrigo. Tanto el
abrigo como el bulto denotaban que su edad fluctuaba entre los dieciocho y los
veinte años.
Ahí estaba yo, observando como ella subía las
escaleras con la paciencia y resignación de quien hace algo por mera
obligación. Deduje que iba para una clase que no era de su agrado, y no la
culpo, pues a esta hora quien tiene ánimos de hacer algo más que soñar en una
blanda cama. Y así subía, escalón por escalón, como quien sube peldaño a
peldaño el camino al calvario, mirando al piso, ese piso que a veces limpian y
a veces dejan pasar días sin tocar, por evitar tropezar y caerse. Y la
observaba yo, interpretando cada paso y cada gesto que ella gesticulaba al
hacer su peregrinación rutinaria al salón.
Alzó su mirada súbitamente y me miró, descubrió mis
ojos observándola fijamente y sonrió. Había roto la monotonía de su
peregrinación. Sacó una de sus manos de los bolsillos del abrigo y se recogió
uno de los lados de su cabellera de mar, detrás de la oreja, como intentando
embellecer o descubrir detalles que no había podido ver por sus cabellos
cubrirlos. Miraba al piso y luego subía la mirada para penetrar cada vez más en
mi mente y mi alma.
El reconocimiento continuó, sus ojos de miel se
posaron en los míos. Me observaba y la observaba, subíamos y bajábamos la
mirada, intentando escanear la anatomía uno del otro y adentrarla a nuestro
subconsciente. Para así en las noches, se posara junto con los ramos de Morfeo
en nuestros sueños la esperanza y la figura que habíamos visto en ese momento.
Hacernos parte uno del otro y reconocer el alma de ambos.
Seguía su rumbo, caminaba ahora frente a mí, su
anatomía de griega diosa se hacía cada vez más prominente. Sus cabellos negros,
su tímida sonrisa y su mirada penetrante me idiotizaban. En ese momento ya era
de ella, y ya ella lo sabía muy bien. Se aprovechaba de que me tenía en sus
manos, que podía juguetear con mi mirada como quisiera. Detuvo su paso y
lentamente cruzaba frente a las puertas del ascensor frente a mí.
Tenía que observarla, era casi una obligación divina.
Detuve mi escritura y miré directamente a sus ojos. Me sonrió, sus dientes
perlados se hicieron hueco entre mis pupilas y volvió a meter las manos en los
bolsillos del abrigo. Ya me sabía suyo y yo la sabía mía. Nos besamos con la
mirada, con la sonrisa nos amamos y en el caminar nos unimos.
Era ella, sentía el impulso incontrolable de
levantarme, pero algo me aguantaba. ¿Sería acaso la escritura lo que me ataba?
¿Sería que las letras sentían celos de su belleza y temían perderme? Solo sé
que continuó su marcha sin yo poder levantarme y simplemente me resigné a
sonreírle. Sin saber su nombre nos unimos, sin conocer más que nuestra anatomía
fuimos uno. Por unos segundos el tiempo se detuvo y nos conocimos.
Dio vuelta en la escalera y sonó mi alarma. Subió ella
por la derecha y yo caminé a la izquierda en el pasillo. Ambos caminamos a
nuestro destino, metidos en nuestras cosas, habiendo vivido algo divino.
Compartimos unos segundos, segundos que parecieron años. Sin la esperanza de
volvernos a ver, sabiendo que por ese
momento fuimos uno y nos reconocimos al mirarnos fijamente. Entré en el salón,
con su figura aún clavada en mis pupilas, cerré mi libreta y de la chica no
quedó más que este relato.

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