viernes, 8 de marzo de 2013

Relato de un reconocimiento



Todos con sus audífonos puestos, ensimismados en su mundo y yo observo. Observo al mundo que pasa frente a mí, como pasa en tránsito el tiempo, metido entre las letras de mi libreta; metido en eso que me apasiona. Suben y bajan la escalera, y por unos segundos nuestras miradas se funden en un reconocimiento de lo etéreo. No nos conocemos, no sabíamos de nuestra mutua existencia, pero aquí estamos, mirándonos fijamente, observando cada milímetro de nuestra anatomía antes de voltear el rostro a nuestro interior y a la vuelta de la escalera desaparecer.

Y fue cuando subió ella, cada paso que daba la hacía parecer más que una diosa. La luz de neón reflejándose en su rostro hacía que pareciera nívea y la suave brisa que subió entre los agujeros de la pared, hacía mecer sus cabellos como olas en el mar. Era una visión divina subiendo esas escaleras frente a mí. Sus manos dentro de su abrigo, tan blanco como parecía su rostro debido al resplandor de la luz de neón, su bulto color negro con puntos rosas contrastaba con la blancura de su rostro y su abrigo. Tanto el abrigo como el bulto denotaban que su edad fluctuaba entre los dieciocho y los veinte años.

Ahí estaba yo, observando como ella subía las escaleras con la paciencia y resignación de quien hace algo por mera obligación. Deduje que iba para una clase que no era de su agrado, y no la culpo, pues a esta hora quien tiene ánimos de hacer algo más que soñar en una blanda cama. Y así subía, escalón por escalón, como quien sube peldaño a peldaño el camino al calvario, mirando al piso, ese piso que a veces limpian y a veces dejan pasar días sin tocar, por evitar tropezar y caerse. Y la observaba yo, interpretando cada paso y cada gesto que ella gesticulaba al hacer su peregrinación rutinaria al salón.

Alzó su mirada súbitamente y me miró, descubrió mis ojos observándola fijamente y sonrió. Había roto la monotonía de su peregrinación. Sacó una de sus manos de los bolsillos del abrigo y se recogió uno de los lados de su cabellera de mar, detrás de la oreja, como intentando embellecer o descubrir detalles que no había podido ver por sus cabellos cubrirlos. Miraba al piso y luego subía la mirada para penetrar cada vez más en mi mente y mi alma.

El reconocimiento continuó, sus ojos de miel se posaron en los míos. Me observaba y la observaba, subíamos y bajábamos la mirada, intentando escanear la anatomía uno del otro y adentrarla a nuestro subconsciente. Para así en las noches, se posara junto con los ramos de Morfeo en nuestros sueños la esperanza y la figura que habíamos visto en ese momento. Hacernos parte uno del otro y reconocer el alma de ambos.

Seguía su rumbo, caminaba ahora frente a mí, su anatomía de griega diosa se hacía cada vez más prominente. Sus cabellos negros, su tímida sonrisa y su mirada penetrante me idiotizaban. En ese momento ya era de ella, y ya ella lo sabía muy bien. Se aprovechaba de que me tenía en sus manos, que podía juguetear con mi mirada como quisiera. Detuvo su paso y lentamente cruzaba frente a las puertas del ascensor frente a mí.

Tenía que observarla, era casi una obligación divina. Detuve mi escritura y miré directamente a sus ojos. Me sonrió, sus dientes perlados se hicieron hueco entre mis pupilas y volvió a meter las manos en los bolsillos del abrigo. Ya me sabía suyo y yo la sabía mía. Nos besamos con la mirada, con la sonrisa nos amamos y en el caminar nos unimos.

Era ella, sentía el impulso incontrolable de levantarme, pero algo me aguantaba. ¿Sería acaso la escritura lo que me ataba? ¿Sería que las letras sentían celos de su belleza y temían perderme? Solo sé que continuó su marcha sin yo poder levantarme y simplemente me resigné a sonreírle. Sin saber su nombre nos unimos, sin conocer más que nuestra anatomía fuimos uno. Por unos segundos el tiempo se detuvo y nos conocimos.

Dio vuelta en la escalera y sonó mi alarma. Subió ella por la derecha y yo caminé a la izquierda en el pasillo. Ambos caminamos a nuestro destino, metidos en nuestras cosas, habiendo vivido algo divino. Compartimos unos segundos, segundos que parecieron años. Sin la esperanza de volvernos  a ver, sabiendo que por ese momento fuimos uno y nos reconocimos al mirarnos fijamente. Entré en el salón, con su figura aún clavada en mis pupilas, cerré mi libreta y de la chica no quedó más que este relato.

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