Me miraba, lo
sabía, sus grandes ojos marrones fijos en mí. Sonreía, con su hermosa sonrisa
de niña y me hacía sonreír por instinto. Su pelo castaño revoloteaba con el
viento, ondeaba como olas en el gran océano que detrás de ella se encontraba.
El sol radiante lograba sacarle brillo a cada uno de sus cabellos, tonos de
rubio y marrón se entrelazan en un solo cuerpo. Su tono de piel absorbe el
calor del sol, el brillo de la arena, la sal del océano. Su traje de pequeñas
florecillas rosas, amarillas y violetas vuela con el viento. Y me mira, me mira
como nadie me ha mirado nunca, fijamente y sin detenerse por un segundo.
Sonríe, sonríe como nadie ha sonreído antes frente a mí.
Sus labios rosados enmarcando sus dientes y su sonrisa de niña. Las carcajadas saltan al viento y se mezclan con el sonido del mar, y me grita, me grita para que me acerque y pase tiempo con ella. Junto a la fogata que encendió, fogata en la que el fuego danza, danza al ritmo que ella propone. Su jugueteo de niña, su movimiento de danza inmadura que me roba carcajadas. Y ella, ella se moría de la risa, me daba carcajadas que me robaban el aliento y la vida entera. Me miraba, me miraba y yo sonreía, me daba su sonrisa y yo me reclinaba. Me reclinaba para verla mejor, para esperar que cayera a mi lado. Pero bailaba, bailaba con tal gracia que parecía que el fuego danzaba junto a ella, que el fuego le acompañaba y le hacía coro en el baile.
Su aroma
volaba con el viento como volaban sus carcajadas a mis oídos. Sus ojos
marrones, sus mejillas rojas, sus labios rosas, su rostro de niña que se niega
a crecer. Todo se mezclaba en un atardecer de ensueño, un atardecer de esos que
transportan a quien le observe. El paraíso junto a ella, qué más hubiese
deseado un joven torpe como yo. Cerraba los ojos para mirarla, para sentir su
risa justo a mi lado. Pero ella bailaba, bailaba y bailaba, junto al fuego.
La luna salía
del horizonte y las estrellas vestían su cuerpo. Se acercó a mí, cada paso de
un brinco, cada brinco de un salto y cada salto la acercaba a mí. Me reclinaba,
me reclinaba por verla ahí, desde abajo, esperando que se derrumbara sobre mi
cuerpo, y me diera un beso de esos por los que entregaría todo lo que pudiera
alcanzar. Se movía con la gracia de una ninfa, a carcajadas me llevaba donde
ella. Era la visión más hermosa, las pléyades lloviendo sobre ella y todo el
tiempo caminando hacia mí.
El brillo en
sus ojos mirándome fijamente, fijamente como se miran los amantes al final del
mundo. Y acercándose me hizo cerrar los ojos e inmiscuirme entre los aromas que
emanaban. El perfume de Paris Hilton de la mujer de enfrente, el fijador para
el cabello de la chica rubia de la extrema derecha y la mantequilla extra
puesta sobre las palomitas del niño de enfrente. Desperté, y ella me seguía
observando desde la pantalla, fijamente, con dulzura, con amor y las luces se
encendieron. Las voces se escucharon y se mezclaron todas en un alboroto. Yo,
por el contrario, me recliné nuevamente intentando volver con ella. Pero al
abrir los ojos los créditos pasaron, su nombre apareció y me despedí: “Hasta la
otra… Emma… Te Adoro”.
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