Era la noche de un viernes cualquiera, las voces se conglomeraban todas
en el bullicio callejero. Se hacía evidente por las estridentes risotadas de la
gente que era la noche perfecta para comenzar el fin de semana. Aquellos que
recién salían de trabajar aún vestidos con el ajuar que deben utilizar a diario
andaban por la calle sin prestarme atención alguna. Parejas de jóvenes tan
pegados que resultaría casi imposible pasar un trozo de papel entre sus brazos.
Sonrisas amplias, el olor a la prima noche y la esperanza de una noche
inolvidable inundaban mi espacio; ese espacio que había hecho mío y que todas
las noches me permitía entrometerme en la vida de alguien, después de todo, no
me pagan solo por un viaje.
Resulta que soy taxista, todas las noches mi trabajo es traer y llevar
gente de su destino a salvo. Siendo sinceros no es el mejor trabajo que pude
conseguir, pero uno hace lo que se puede para sobrevivir. Sigo estudiando, pero
a pocos parece interesarles lo que pueda decir un estudiante de literatura a
estas horas de la noche. Me resigno a escuchar sus historias y escribirlas en
algún pedazo de papel dentro del cuaderno que mantengo siempre en la guantera.
Recuerdo cada historia que me hacen los borrachos que se creen superhéroes o
los casanovas más grandes que jamás hayan existido, estas no necesito
escribirlas porque parecen ser repetitivas, aparte siempre me tocan los mismos
borrachos de siempre. Pero hay noches, noches que prometen demasiado y que las
historias que guardan son tan buenas que apago mi luz de taxi y me pongo a
escribirlas. Resulta que esta noche de viernes me da el presentimiento de ser
una de esas noches prometedoras, aunque a decir verdad anda floja en términos
de clientela.
Ya cansado de dar vueltas y a eso de las 10 de la noche decido tomarme
un descanso, nada fuera de lo común, en noches flojas como esta no me es poco
común echarme una que otra siesta en el taxi. Fue cuando toco tres veces al
cristal del taxi. Tan tonto fui que no apagué la luz, pero bueno la siesta
podía esperar, el dinero llamaba y era raro que lo hiciera. Era una hermosa
chica, de pelo castaño, tez blanca y labios hermosamente rosados. Llevaba
puesta una mini-falda color azul y una blusa cuyo escote en la espalda era
impresionante. Entró en el taxi y miré a todos lados antes de encender el
coche, en casos de chicas como esta rara la vez andan solas.
Encendí el motor y le hice la pregunta de rigor: “¿A dónde la llevo
señorita?”. Ella sonrió, soplando su nariz disimuladamente, y me dijo: “Sólo
sigue…”. No entendí la situación y pensé que esta mujer pensaba matarme, pero
si no lo hacía al menos era una buena paga, a mayor distancia, más cobro.
Encendí la radio como de costumbre y ella sacó su celular, varias veces en
realidad. Parecía estar esperando algo que no llegaba. Yo me dediqué a
observarla por el retrovisor y debo decir que no tapaban mucho sus largas
piernas y su mini-falda azul. Daba vueltas alrededor de la manzana, realmente
no sabía ni qué rayos hacía, solo cumplía sus órdenes, “seguía adelante”.
Al poco rato de estar dando vueltas pude ver como de sus ojos brotaba
una lágrima ennegrecida por el delineador de ojos que llevaba puesto. Me
parecía irreal que una chica con esos ojos azul cielo pudiera ser capaz de
llorar con la negrura que causa la amargura. Quise ser prudente y no decir
nada, solo acatar la orden de la hermosa pasajera que llevaba en el asiento
trasero, pero el escritor que en mi habita se interpuso y tuve que preguntar.
Después de todo, una hermosa chica que llora con negrura siempre tiene una buena
historia para hacer algo. Miré por el espejo retrovisor y le dije: “¿Por qué
llora?” Ella levantó la mirada y como queriendo disimular su tristeza me dijo:
“Por nada…”. Pude notar por su tono de voz que realmente tenía algo
incomodándole, quizás fue mi propia pregunta, pero la imprudencia pudo más y
volví a comentar: “Señorita, puede confiar en su taxista de turno. Aparte, debe
hacerle bien contarle a alguien que le pasa.” Volvió a levantar la vista y otra
lágrima negra rodó por su mejilla, me sonrió y me dijo con toda tristeza: “Por
un tipo…” Mi mirada buscaba la de ella a través del retrovisor mientras
continuaba su historia: “Un tipo que se cree que soy tan pendeja que voy a
creerle que no me engaña después de esta noche.” En ese momento supe que la
cosa se ponía seria, pero era muy buena para escribir sobre ella, rara vez
tenía historias de infidelidades en mi taxi, no es el tipo de historias que un
taxista joven y con ínfulas de escritor encuentra cada noche, más bien nos
eluden.
Tomé valor para dármelas de gurú del amor o poeta de la calle,
cualquiera vendría bien, y le dije: “Una mujer tan hermosa como usted, no debe
llorar por un idiota que le sea infiel.” La bola ya andaba corriendo, noté como
sus ojos azules se fijaban en los míos a través del retrovisor y fue cuando
tomé en mi mente la decisión de hacer de esta noche la más memorable en mi
cuaderno. “Que cree si vamos a la playa, así despeja la mente. Aparte, mi turno
ya casi termina.” Soltó una pequeña carcajada y se recogió el pelo tras su oreja
derecha, tanto tiempo de taxista ya sabía que una chica se recoge el pelo por
una de dos cosas: a) se está acomodando una hebilla y/o rascándose el cuero
cabelludo, o b) su interlocutor le interesaba lo bastante como para querer
verse lo más atractiva posible. Como quería que fuera la opción “b” fue la que
me creí y corrí con la bola.
Sucede que llegamos a la playa del Escambrón, el mar daba leves golpes
contra las rocas cerca de donde estábamos. El viento soplaba de manera
tranquila y todo andaba a las mil maravillas. Saqué del baúl de mi taxi una
toalla, con la que siempre cargaba solo en caso de emergencia, y la coloqué
sobre la arena y me senté. Invité a mi acompañante a hacer lo propio y accedió
con gusto. Las lágrimas ennegrecidas habían dañado un poco su elaborado
maquillaje y a decir verdad me daban ganas de quitárselo por completo para ver
como era su rostro sin todo ese polvo. Saqué del taxi unas toallitas húmedas y
seguí sacándole el maquillaje del rostro gentilmente. Sus grandes ojos azules se
fijaron en los míos y vi como su hermoso rostro se revelaba frente a mí.
Era hermosa, tan hermosa como la noche que nos rodeaba. Se me acercó y
me habló al oído: “Tanto rato juntos y aún no sabemos nada de ninguno.” Sonreí
y le pregunté, aprovechando la coyuntura que me había abierto: “¿Cómo te
llamas?” Volvió a recoger su cabello castaño tras su oreja derecha y sonriendo
me dijo: “Verónica… ¿Y tú?” Miré a la arena y luego a sus ojos directamente,
sabía que había leído mi nombre en el taxi, no puede ser que lo haya obviado
durante la hora que estuvimos dando vueltas sin un rumbo fijo. Aun así
sonriendo le contesté su pregunta: “Lance”. Claro que le contesté con el nombre
que utilizo a la hora de escribir, sabía que había visto mi nombre en el taxi,
no había razón para decirle nuevamente el nombre que ya sabía, aparte Lance
siempre he creído que suena más atractivo que mi nombre de pila. Sonrió y miró
al mar. Se levantó y salió corriendo hacia el agua, supe en ese instante que
esto terminaría en una de dos formas: a) terminaba empapado y arropado con ella
o b) terminaba en un hospital. Me levanté y corrí tras de ella, las olas
azotando nuestros pies, yendo y viniendo, yendo y viniendo. Las estrellas sobre
nosotros y la luna estaba de testigo. Estuvimos frente a frente, nariz con
nariz, aliento con aliento y cuando todo parecía indicar que lo que seguía era
el beso… cayó la lluvia. Una lluvia de esas que ennegrecen el cielo pero que
nadie esperaba pues hacía unos segundos antes estaba todo claro.
Suspiramos y salimos corriendo hacia el taxi. Entramos ambos y
nuevamente le hice la pregunta de rigor, esta vez sabiendo que el viaje de
regreso sería el último viaje que haría esa noche: “¿A dónde señorita?” Su
carcajada esta vez fue más juguetona y me dijo: “A casa, galán”. Con esa
contestación lo supe, coronaba la noche y mi historia estaría completa. Pero
aún me quedaba algo por hacer, debía entregar el taxi, la llevé a la estación e
hice que esperara fuera, sólo para no cobrarle el viaje. Tomé mi auto azul y la
subí. Seguimos el camino hasta llegar a la avenida Luis Muñoz Marín en Río
Piedras, doblé hacia los edificios esos que llaman comúnmente “Las medias
lunas”, esos edificios que dan paso a la urbanización Baldrich. Entramos a su
edificio, estacioné mi auto y subimos hasta su apartamento. En la entrada me
miró fijamente, como me había mirado en la playa, pero esta vez no había lluvia
para dañar nuestra oportunidad. Estuvimos cara a cara, nariz con nariz, aliento
con aliento y labios con labios. Entramos a su apartamento y digamos que le
besé hasta la sombra esa noche. A la mañana siguiente, como de costumbre me
desperté temprano solo para descubrirla mirándome a los ojos y besándome
nuevamente.
Sus grandes ojos azules, su castaño pelo, su rostro hermoso, todo a mi lado
esa mañana. Me miró y me preguntó: “¿Qué es lo que hace un taxista seduciendo a
la vida?” No pude hacer más que soltar una carcajada y le contesté: “Tanteaba
hasta que encontró el amor de su vida.” Me miró y me dijo: “Una vida es mucho
tiempo” y le contesté: “Tengo tiempo para esperar”.
Desde aquella noche y luego aquella mañana no he tenido una historia más
en mi taxi. Ya no trabajo en la zona universitaria, alguien me descubrió con
aquella chica y me transfirieron a la zona turística, donde abundan las
especies conocedoras de los dinosaurios, perdón, mayores de sesenta años, que
las chicas hermosas de veintitantos. Pero eso no me ha impedido seguir llenando
mi cuaderno, ya no son historias de borrachos o universitarias en celo, ahora
son poemas y cartas dedicados a la vida que pude seducir. Después de todo, ¿qué
más puede hacer un taxista que seduce a la vida escribiendo poesía?